sábado, 19 de octubre de 2013

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Ciencia olvidada | Cultura | EL PAÍS

Ciencia olvidada

Como Malaspina o Mutis, José María Mociño fue uno de los grandes botánicos del siglo XVIII

La aparición de sus documentos en 12 volúmenes ha permitido recuperar al “científico moderno más completo que hubo en Nueva España en los tres siglos del virreinato”


Dibujos de Agave y Euphorbia de Atanasio Echeverría y Vicente de la Cerda.

El siglo XVIII es el siglo de las expediciones. La importancia de marcar los límites territoriales, en primera instancia, y la necesidad de conocer a fondo aquello que, con frecuencia, estaba en disputa, sumado a la llegada más o menos ilustrada de los Borbones, hizo que las expediciones fueran numerosas. De algunas de ellas se sabe más, de otras menos. Las de Alejandro Malaspina (1789-1794), Jorge Juan (1734) y José Celestino Mutis (1782-1808) son probablemente las tres expediciones más conocidas, como son conocidos sus resultados científicos. La primera pretendía cartografiar las costas del océano Pacífico, la segunda mostrar la esfericidad de la Tierra y la tercera conocer la flora del virreinato de Nueva Granada, más o menos los actuales Ecuador, Panamá, Colombia y Venezuela, de la que se dibujaron 6.000 láminas. De la de Sessé y Mociño, que exploró la flora y la fauna del centro y el norte del continente americano, no se sabe casi nada. Ahora, 200 años después, se publican los resultados.

Entre 1786 y 1803, dirigida por el médico Martín Sessé, esta expedición impulsada por Carlos III exploró un inmenso territorio con la intención de “inventariar la flora novohispana, buscar sus aplicaciones terapéuticas y reformar las profesiones sanitarias”, según el historiador Miguel Ángel Puig-Samper. A ella se incorporó en 1790, José Mariano Mociño, “sin ninguna duda, el filósofo ilustrado, el científico moderno más completo que hubo en Nueva España en el curso de los tres siglos del virreinato”, dice Jaime Labastida. “Por desgracia”, añade, “es también uno de los menos conocidos y estudiados”.


Se trata sin duda de una de las expediciones más notables de la época, pero diversas circunstancias la han mantenido durante dos siglos en un discreto segundo o tercer plano. El hecho de que no publicaran los trabajos completos en su momento, sumado a la pérdida durante 160 años de los 2.000 dibujos originales, había dejado un velo de oscuridad del que solo se adivinaban algunas sombras a través de los testimonios de otros. Y es que si no hay publicación, no hay ciencia.

La aventura de 2.000 dibujos

Jaime Labastida es el coordinador general de esta edición, pero quizá ese título no refleje con precisión lo vinculada que está la publicación de las láminas de Mociño y Sessé a Labastida. Nacido en México en 1939, Labastida es poeta, periodista, director de la editorial Siglo XXI desde 1990 y, desde 2011, director general de la Academia Mexicana de la Lengua. Además de todo ello, persigue a Mociño desde hace cinco décadas.
“Mi interés por Mociño”, dice Labastida, “se inicia hace casi cincuenta años, cuando empecé a leer las Gacetas de Literatura, publicadas por José Antonio de Alzate. Encontré en ellas una serie de trabajos que los investigadores le adjudicaban bien al propio Alzate, bien a otros escritores de la época. Advertí que esos textos, en los que se hacía escarnio de la filosofía escolástica, eran de Mociño, hecho omitido por todos. Poco a poco, pude apreciar el inmenso trabajo de Mociño y sus aportaciones a la Real Expedición Botánica”.

Empezó entonces Labastida a pensar en la posibilidad de publicar todo aquel material y hacerlo con motivo de la celebración del bicentenario de la independencia de México, en el año 2010, era “una forma digamos que académica, científica, seria, de hacer una aportación publicando lo que pudiéramos encontrar de aquella expedición, tan poco conocida y menos valorada”. Los papeles de Sessé y Mociño, las láminas y los textos, habían viajado de México a España y algo se había publicado “a fines del siglo XIX, por el Real Jardín Botánico de Madrid. Se publicaron dos volúmenes, pero sin sistema y en desorden y, sobre todo, sin vincular los textos con los dibujos, ya que estos eran inhallables. Durante casi dos siglos, lo único que podía acercarnos al resultado gráfico de la expedición, eran las copias ginebrinas”. Y cuando Labastida se interesó por la reproducción de las láminas, “recibí información de que la mayor parte de las originales estaba depositada en el Hunt Institute for Botanical Documentation, situado en la Carnegie Mellon University de Pittsburgh. ¿Por qué? Pues porque habían llegado de un modo que podría ser una novela de aventuras (científicas, desde luego)”.

Al morir Martín de Sessé, en 1808, Mociño quedó al frente de la expedición. Había regresado a España y “se adaptó a la invasión de los franceses y hasta fue nombrado director de la Real Academia de Medicina. Antes había combatido la peste que se desató en Écija”. Pero, al ser derrotado Napoleón y cuando se retiraron de España las tropas francesas de ocupación, “Mociño partió al exilio con ellas. Llevaba en sus manos los dibujos. En Montpellier conoció al gran botánico ginebrino Augustin Pyramus de Candolle, fundador del Jardín Botánico de Ginebra, a quien autorizó para llevar consigo las láminas y estudiarlas. Cuando a Mociño se le permitió regresar a España, le pidió a De Candolle que le devolviera el conjunto de las láminas. Desolado, De Candolle recibió la noticia como un golpe a sus investigaciones científicas, pero el auxilio de las Damas de Ginebra puso a salvo su trabajo: en solo diez días esas mujeres hicieron, y de una manera estupenda, las copias de más de 1.200 dibujos”. Por eso la colección suiza se llama Flora de las Damas de Ginebra. De Candolle, uno de los botánicos más importantes de la época, publicó muchos de los hallazgos de la expedición citando siempre de dónde provenían.

Viejo y enfermo, Mociño regresó a España, a Barcelona, donde murió en 1820, solo y abandonado. Allí, “el médico que lo atendió se quedó con toda la colección, la guardó de modo cuidadoso y durante más de siglo y medio nadie supo nada de las láminas. Los descendientes de aquel médico las pusieron a la venta y, a través de una serie de pasos que no son del todo claros, fueron puestas a subasta”. De hecho, en el Hunt figuran como la Colección Torner, y allí explican que esta familia la adquirió en 1880, sin que se sepa dónde estuvieron los dibujos entre 1820 y 1880. En 1981 los dibujos fueron adquiridos por la institución estadounidense.

Labastida se puso entonces en contacto con el Instituto Hunt y les propuso un convenio de cesión de derechos. Armado de ese convenio, buscó financiación para llevar a cabo el proyecto: “Lo primero que debía hacerse era completar la colección, ya que algunas de las láminas se hallaban (se hallan, todavía) en el Real Jardín Botánico de Madrid. Para clasificar las plantas por familias de acuerdo con la taxonomía científica moderna acudí a la Universidad Nacional Autónoma de México y obtuve la colaboración de su Instituto de Biología, cuyos investigadores sabían de la existencia de Mociño y de la Real Expedición Botánica, pero jamás habían tenido la oportunidad de trabajar de modo directo con los materiales”.

En total, entre botánicos, biólogos, filólogos y otros expertos, intervinieron algo más de 60 investigadores en la puesta en pie del proyecto, que tuvo no solo que clasificar las especies de acuerdo con criterios contemporáneos, sino entender y adecuar los textos y relacionar unas y otros.

“Es un trabajo académico de primera magnitud”, dice Labastida. “Por primera vez se vinculan los textos con los dibujos. Por primera vez se ordenan de modo sistemático. Por vez primera se traducen los textos del latín al español (y se corrigen los errores del latín dieciochesco en el que están escritos)”.

Finalmente, la obra llegó a su cita y el editor pudo darse por satisfecho. Algo más de 200 años después de haber sido hechos, los dibujos componen por fin la obra científica que pretendieron ser y que España, siempre parca con sus investigadores, no hizo. Para Labastida “supuso rescatar un trabajo muy notable y rendir homenaje a una serie de científicos fundamentales de nuestra historia, científicos en el sentido más exacto del término: modernos, audaces, precisos, validos de un método riguroso de investigación, análisis y exposición”. A. C. R.

La expedición de Sessé y Mociño se había dividido, como era habitual, en varias expediciones dirigidas por distintos miembros del grupo, por ejemplo la dirigida por José Longinos Martínez desde la capital de México hasta San Francisco pasando por las Californias. En ellas se estudiaban “desde las costumbres de sus habitantes hasta la producción minera o la posible explotación de otras sustancias (petróleo, breas, etcétera), sin olvidar la recolección de plantas y animales”, dice Puig-Samper. Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo fueron también exploradas así como Guatemala, donde estuvo Mociño, en un viaje que debió resultar muy penoso: “Una cosa no omitiremos: hicimos un camino que supera los cuatro mil miliarios, por vías fragosísimas, por difíciles quebradas, por mares de grandes olas, desprovistos de todo auxilio, pobres realmente y faltos de todo”, escribió en su relación del viaje. La suma de todas las expediciones hizo que se reuniera una ingente cantidad de materiales científicos.

Pero esa ingente cantidad de datos no fue publicada, así que, también en esta ocasión, y pese a los resultados obtenidos, “su impacto en la comunidad científica internacional fue muy limitado, al quedar inéditas muchas de las aportaciones y descubrimientos hechos por los españoles”, dice Puig-Samper. Y es que, “una parte de la polémica de si hubo o no ciencia en España es la de la publicación. En España hubo producción científica, pero no ciencia en sentido estricto porque, en ciencia, lo que no se publica no existe”. De hecho, por ejemplo, una parte de “las aportaciones nomenclaturales de esta expedición se deben a una edición parcial que se hizo en México, pero en el último tercio del siglo XIX, 80 años después de que se describieran”.

Esa es, sin duda, la gran aportación de esta soberbia edición de Siglo XXI coordinada por Jaime Labastida. Toda la obra científica recopilada por la expedición y que ha visto la luz en 12 grandes tomos, en el primero de los cuales figuran los estudios sobre la obra y la expedición y algunos textos de Mociño, y en los 11 restantes, las láminas que produjo la expedición y que Mociño acarreó de México a España, luego al exilio francés y, por último, a su localización actual en Estados Unidos.

El grueso de la obra lo compone la reproducción de las 2.000 láminas de plantas, de las que se registraron en la expedición 789 géneros y 1.327 especies. La inmensa mayoría son reproducciones de la colección Torner, que se encuentra en el Hunt Institute for Botanical Documentation, que pertenece a la Carnegie Mellon University, de Pittsburgh (Pensilvania, Estados Unidos). Hay también 59 láminas del Jardín Botánico de Madrid, del CSIC. Pero, además de a la botánica, la expedición prestó atención también a la fauna, y así hay 225 especies animales, entre ellas 74 láminas de aves, 75 peces y algunas menos de insectos, mamíferos, anfibios y reptiles. En estos 12 volúmenes, según escribe en el prólogo del libro el entonces presidente mexicano, Felipe Calderón, “está la grandeza de México vista a través de su diversidad biológica”.

“En el siglo XIX se llevaron a cabo tres grandes expediciones botánicas”, dice Puig-Samper. “La de Mutis, la de Ruiz y Pavón a Perú y Chile, y la de Mociño. Y tienen una faceta común importante, y es que intentan llevar las novedades del campo de la ciencia y la universidad a los nuevos territorios. Por eso llevan la forma de clasificar de Linneo, porque antes se clasificaba con modelos prehispánicos”. Además, “desde el punto de vista institucional, crean el primer jardín botánico en México, un gabinete de historia natural allí también y otro en Guatemala. Y no podemos olvidar los intereses económicos que también acompañan a estas expediciones”.

Entre los intereses botánicos, por ejemplo, destaca la búsqueda de plantas útiles en medicina, en cierta medida el origen de la expedición, que trataba de culminar la obra de Francisco Hernández de Toledo, el médico de Felipe II, del que se habían recuperado recientemente, en 1787 sus trabajos de 1570 en los que estudiaba la flora americana. Esa coincidencia “aceleró los trámites de la aprobación de la expedición”, dice Puig-Samper. Y, de acuerdo con esta intención, “con las plantas que consideraban medicinales se experimentaba en el hospital de indios”.

La expedición “recorrió un territorio gigantesco”. Ese enorme bagaje de conocimientos adquiridos, de los que “la flora mexicana, plantas de Nueva España y flora de Guatemala es la aportación más notable”, y deja patente que sí se investigaba y que sí había ciencia, aunque, al no publicarse, no existiera para la comunidad científica nacional ni internacional. También por eso, en opinión de Puig-Samper, la edición de Siglo XXI “es una obra importante que da a conocer toda la iconografía”.

Esa iconografía, esos casi dos mil dibujos, están hechos, dice Labastida, “por dos artistas novohispanos, Juan de Dios Vicente de la Cerda y Atanasio Echevarría y Godoy. Son ilustraciones acorde con el pensamiento científico más avanzado de entonces, donde el dibujo es bello porque no hace ninguna concesión a la tentación de convertirlo en un adorno”.

La Real Expedición Botánica a Nueva España. José Mariano Mociño y Martín Sessé. Ilustraciones de Atanasio Echeverría y Vicente de la Cerda. Editorial Siglo XXI. 12 tomos en gran formato, 1.720 euros.


el dispensador dice: hubo una ciencia real, en otro tiempo, mucho antes de la inquisición, una ciencia que pereció a manos de los fundamentalismos incipientes cuando estos decidieron quemar Alejandría y su escuela Ptolomeica... hubo una ciencia real, social antes que meramente intelectual y patentable, una ciencia que se sostuvo hasta que los alquimistas fueron quemados en hogueras que extinguieron las sabidurías inconvenientes a las ignorancias crecientes... hubo quienes supieron salvaguardar ciertos conocimientos genuinos, de intenciones atroces que hacen a la involución de las culturas... y el mundo exhibe notables ejemplos, en especial a aquello atinente a la naturaleza y sus contenidos, ya que ello se corresponde con los equilibrios necesarios para la perdurabilidad y la permanencia de los ciclos de la vida. Hoy, las conveniencias han vaciado a los claustros, los academicismos superan largamente a los conocimientos, y las soberbias dominan los paisajes donde los títulos y los honores se consiguen por asalto, lo cual implica que los verdaderos títulos y los verdaderos honores se ven restringidos de presupuestos, respondiendo a falaces argumentos de estados de crisis. Ello habilita a la importancia de una ciencia patentable y negociable en contra de una ciencia social que beneficie a la raza como un todo... algo así como una ciencia muerta, donde sus logros, sus descubrimientos, se traducen en beneficio para pocos... algo así como una escuela de claustros vacíos, donde los conocimientos flotan a la espera de ser tomados por cultores genuinos de las ciencias, esos que priorizan los humanismos y sus fundamentos. Las ciencias no existen sin un fin social auténtico... porque el único beneficiario de ella, de los conocimientos que se engendran y alumbran, es la humanidad en sí misma... y si eso no es así, asistimos a la vigencia de una ciencia mentida, que pretende vender conveniencias y oportunismos, ilusiones y espejismos, a aquellos que no tienen manera de acceder a sus resultados. Una vez más, cuando las ciencias son para pocos... sencillamente, no son. OCTUBRE 19, 2013.-

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