Los retratos psicológicos de Oskar Kokoschka desembarcan en Rotterdam
El museo Boymans van Beuningen confronta modelos humanos y animales del expresionista
Isabel Ferrer Rotterdam 28 OCT 2013 - 00:02 CET2
Oskar Kokoschka (1886-1980), el pintor vienés sinónimo del expresionismo, era poco dado a los halagos. Sus modelos posaban para él encantados, pero solían rechazar el cuadro una vez terminado. Se encontraban feos, en una mala postura y demasiado envejecidos. No es que les tuviera manía o experimentara en cuerpo ajeno. Para él, lo esencial era captar la personalidad del cliente, y no le importaba que la obra pudiera desagradar. Le ocurrió al principio de su carrera, antes de la I Guerra Mundial, cuando el arquitecto austriaco Adolf Loos convenció a un grupo de amigos de que fueran “las víctimas” de su protegido. El mecenas acabó quedándose buena parte de los setenta lienzos devueltos. En 1970 pasó lo mismo con Carletto Ponti, hijo de la actriz italiana Sofía Loren: no quisieron la tela. Ambos episodios están representados en la antológica dedicada al artista en Rotterdam, que confronta rostros humanos y de animales con el reclamo de dos de sus telas maestras, “Doble retrato de Hans Mardersteig y Carl Georg Heise” (1919) y “Mandril” (1926), y el estreno mundial de dos dibujos y un óleo.
“La verdad es que Sofía Loren ya sabía quién era Kokoschka cuando le pidió el cuadro. No podía sorprenderse del resultado”, dice sonriente Beatrice von Bormann, conservadora de la muestra, frente al lienzo de un niño sentado que parece mimetizarse con el fondo. “Kokoschka quería pintar el aura de la persona. Buscaba los destellos íntimos, inconscientes, que solo afloran al moverse o hablar. Por eso el retrato del escritor Karl Kraus tiene varios dedos en las manos. Las movía mientras posaba”. El expresionismo surgió en Alemania a principios del siglo XX y permeó también la literatura, el teatro, la danza, la música o la fotografía. Como esta última ya devolvía una realidad perfecta, los pintores expresionistas optaron la subjetividad. Por rastrear sentimientos con el pincel en lugar de captar impresiones. El nombre dado al movimiento, una de las vanguardias del arte, se deriva asimismo de la amargura de los años previos a la Gran Guerra (1914-1919).
Kokoschka fue voluntario a la contienda con el Ejército austriaco y resultó herido de gravedad. Sin embargo, su deseo de renovar el lenguaje artístico en busca de la realidad más descarnada no derivó solo de la experiencia bélica. Fue acompañado de un tormento emotivo interior. Se enamoró de Alma Mahler, viuda de Gustav Mahler, el compositor, y mantuvieron un apasionado romance entre 1912 y 1914. Alma era un espíritu libre. Kokoschka, un amante posesivo y celoso. “Le costó mucho olvidarla. En los cuadros que pintó entonces puede verse el paso de la promesa de felicidad, como el autorretrato juntos, de 1912-13, al dolor de la ruptura, cuando se pinta en solitario”, sigue la conservadora. Ambas obras cuelgan en una de las tres enormes salas dedicadas por el Boymans a la muestra. Dentro, los lienzos rebosan colorido sobre un fondo azul suave. Fuera, Rotterdam ofrece un urbanismo rompedor, con los canales incrustados en avenidas geométricas.
Después de la guerra, Kokoschka se afincó en Dresde (Alemania) y frecuentó a sus politizados colegas expresionistas. Para 1937, los nazis le tildaron de “pintor degenerado” y destruyeron parte de sus obras. Tras una estancia en Praga, donde conoció a su futura esposa, Olda Palkovska, huyó al Reino Unido. Allí siguió pintando y denunciando la pasividad del Gobierno británico ante la amenaza de Hitler. También favoreció causas como la protección de los niños víctimas del bombardeo de Guernica, recordados en un cartel. “La explosión de color de su obra anterior se aplica a unas composiciones que sacuden las conciencias de todos, políticos y ciudadanos”, según Beatrice von Bormann. La muestra hace honor a su propuesta y presenta dibujos de animales ejecutados con lápices de colores. Una preciosidad en su sencillez. Suena a tópico, pero el “Mandril”, imponente, parece vigilar desde una esquina, aunque no resta fuerza a un pequeño autorretrato, y otro dibujo de una niña, alineados en una vitrina y exhibidos por primera vez. Kokoschka, que era bastante guapo, mira fijamente en el primero. La niña está ajena al artista. El modelo perfecto.
“La verdad es que Sofía Loren ya sabía quién era Kokoschka cuando le pidió el cuadro. No podía sorprenderse del resultado”, dice sonriente Beatrice von Bormann, conservadora de la muestra, frente al lienzo de un niño sentado que parece mimetizarse con el fondo. “Kokoschka quería pintar el aura de la persona. Buscaba los destellos íntimos, inconscientes, que solo afloran al moverse o hablar. Por eso el retrato del escritor Karl Kraus tiene varios dedos en las manos. Las movía mientras posaba”. El expresionismo surgió en Alemania a principios del siglo XX y permeó también la literatura, el teatro, la danza, la música o la fotografía. Como esta última ya devolvía una realidad perfecta, los pintores expresionistas optaron la subjetividad. Por rastrear sentimientos con el pincel en lugar de captar impresiones. El nombre dado al movimiento, una de las vanguardias del arte, se deriva asimismo de la amargura de los años previos a la Gran Guerra (1914-1919).
Kokoschka fue voluntario a la contienda con el Ejército austriaco y resultó herido de gravedad. Sin embargo, su deseo de renovar el lenguaje artístico en busca de la realidad más descarnada no derivó solo de la experiencia bélica. Fue acompañado de un tormento emotivo interior. Se enamoró de Alma Mahler, viuda de Gustav Mahler, el compositor, y mantuvieron un apasionado romance entre 1912 y 1914. Alma era un espíritu libre. Kokoschka, un amante posesivo y celoso. “Le costó mucho olvidarla. En los cuadros que pintó entonces puede verse el paso de la promesa de felicidad, como el autorretrato juntos, de 1912-13, al dolor de la ruptura, cuando se pinta en solitario”, sigue la conservadora. Ambas obras cuelgan en una de las tres enormes salas dedicadas por el Boymans a la muestra. Dentro, los lienzos rebosan colorido sobre un fondo azul suave. Fuera, Rotterdam ofrece un urbanismo rompedor, con los canales incrustados en avenidas geométricas.
Después de la guerra, Kokoschka se afincó en Dresde (Alemania) y frecuentó a sus politizados colegas expresionistas. Para 1937, los nazis le tildaron de “pintor degenerado” y destruyeron parte de sus obras. Tras una estancia en Praga, donde conoció a su futura esposa, Olda Palkovska, huyó al Reino Unido. Allí siguió pintando y denunciando la pasividad del Gobierno británico ante la amenaza de Hitler. También favoreció causas como la protección de los niños víctimas del bombardeo de Guernica, recordados en un cartel. “La explosión de color de su obra anterior se aplica a unas composiciones que sacuden las conciencias de todos, políticos y ciudadanos”, según Beatrice von Bormann. La muestra hace honor a su propuesta y presenta dibujos de animales ejecutados con lápices de colores. Una preciosidad en su sencillez. Suena a tópico, pero el “Mandril”, imponente, parece vigilar desde una esquina, aunque no resta fuerza a un pequeño autorretrato, y otro dibujo de una niña, alineados en una vitrina y exhibidos por primera vez. Kokoschka, que era bastante guapo, mira fijamente en el primero. La niña está ajena al artista. El modelo perfecto.
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