jueves, 11 de julio de 2013

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La nada creativa



Con los científicos pasa como con los escritores de relatos: saben que el 90% de su público pertenece a su mismo campo, un campo magnético del que es difícil escapar. Eso crea un gueto imposible de concebir en otras disciplinas artísticas. Imaginen una plaza de toros en la que todos los espectadores fueran toreros: el negocio sería imposible. Así suele pasar con la ciencia (y lamentablemente también con la mayoría de libros de relatos). Se diría que los libros científicos sólo los leen los científicos, lo que produce el espejismo de que quienes se encuentran dentro del gueto pierden de vista lo que haya más allá de sus murallas. Naturalmente hay unos cuantos audaces que son capaces de saltar esas murallas y llegar más allá, obtener el interés de lectores que ni son científicos, en un caso, ni escriben relatos, en el otro. Borges, Cortazar, Feynman o Hawking: no nos engañemos, quienes saltan esas murallas suelen ser los más  grandes. El científico puede calmar sus ansiedades convenciéndose de que fuera de esas murallas de la comunidad científica no hay nadie a quien dirigirse sin bajar mucho el nivel, pues para ser comprendido exige que su lector sepa casi tanto como él: es su problema.
Hay un malentendido cuando se habla de divulgación científica: se diría que el sustantivo, actuando como un agujero negro, deja sin cualidad al adjetivo, y curiosamente si se pusiera al revés, ciencia divulgativa, ocurriría lo contrario, y el adjetivo ahí actuaría de agujero negro del sustantivo, de donde se deduce que lo que afea al género es su cualidad divulgativa, como si eso lo infantilizara (la infantilización de la palabra cuento es también gran enemiga del género del relato breve, de ahí que algunos grandes del relato breve se negaran a utilizarla, por ejemplo Fernando Quiñones: en inglés tienen resuelto el problema, short story es una cosa, y tale, otra).
A quienes consideran que la divulgación científica es una rebaja del nivel de excelencia para adquirir más público, bastaría enfrentarlo a las obras principales de la especie, por ejemplo este Un universo de la nada, de Lawrence Krauss (Editorial Pasado & Presente, traducción de Cecilia Belza y Gonzalo García). Krauss es el hombre Quamtum, conquistó miles de adeptos y lectores con sus estudios de la física en Star Trek -un libro divertidísimo- y su excelente segunda parte, Beyond Star Trek (su primer libro se titulaba La quinta esencia y era una investigación en la naturaleza de la materia oscura). Su maestro, sobre quien escribió un excelente libro, es Richard Feynman. Se puede decir que la preparación científica no es vital para ingresar en este libro pues el autor, cómodamente, habrá bajado el nivel para que te sientas a gusto. Qué va: un científico podrá leer el libro y entender el 100% de lo que cuenta (aunque Dawkins,  científico, dice que él es incapaz de entender la teoría de la mecánica cuántica, como el ministro de Economía es incapaz de entender el recibo de la luz) y yo sólo me habré enterado del 30 %, pero es que ese 30 % es muchísimo y es fascinante y perturbador y, también, verdaderamente hermoso. No se podrá culpar a Krauss de haber bajado ningún nivel: de hecho en algún momento dice, "por fin voy a tener espacio para explicar una teoría que en las conferencias sólo puedo apuntar porque es demasiado compleja para soltarla ante un auditorio". O sea, divulgación científica, sí, pero más científica que divulgativa, o divulgativa sólo en el sentido de que resulta fascinante en cuanto el profesor nos la hace entender.
¿Qué hay en este libro que el incansable Richard Dawkings, en su cruzada contra los teólogos y los creacionistas, ha calificado de El origen de las especies de la cosmología? Un festival de datos y hallazgos que, con infatigable sagacidad, alcanza una respuesta a la clásica pregunta "¿por qué hay algo en lugar de nada?". Pues después de definir la nada, por esa exigencia platónica de definir aquello sobre lo que se va a discurrir para que sepamos de qué se está hablando, y repasar las conquistas de Einstein, Schrodinger, Lamaitre y tantos otros, alcanza la serena certidumbre de que, primero,  la nada es creadora, y segundo, no es nada milagroso que lo sea. La física no sólo nos dice cómo de la nada puede surgir algo, sino que va más allá y nos muestra que la nada es inestable y por lo tanto, casi con toda certeza, no tenía más remedio que haber creado algo a partir de su propia inestabilidad.
Y eso, sucede continuamente: partículas y antipartículas existen y dejan de existir como luciérnagas subatómicas, se aniquilan mutuamente y luego se recrean en proceso inverso, sí, a partir de la nada. La génesis espontánea de ese algo a partir de la nada aconteció en la singularidad conocida como Big Bang, hace 13,72 millones de años: la cifra está probada hasta el segundo decimal, luego hay discusiones. Ya sé, ya sé que se puede decir que en esto los científicos se comportan como teólogos escolásticos, discutiendo acerca de cuántos ángeles caben en la punta de un alfiler. Pero Dawkins defiende a los científicos: sí, pero no -nos dice- nosotros ignoramos muchas cosas, pero lo que sabemos, lo sabemos sin género de dudas, de donde algunas de las predicciones de la teoría cuántica han sido verificadas con una exactitud equivalente a medir la distancia entre Tokio y Madrid sin desviarse, literalmente, más de un pelo.
Si Aristóteles ya se mostraba poco convencido de la idea platónica de una Causa primera, y entendía que el problema estribaba en hallar una solución a la pregunta ¿quién creó a Dios, aun en el caso de que Dios sea el que hizo funcionar el motor?, y los creacionistas hacen girar los descubrimientos científicos para escudar su infantil teología (hubo un Big Bang, vale, no hay más remedio que aceptarlo, pero eso ya lo dice la Biblia, Fiat Lux, como si la redacción de la Biblia precediera al propio Big Bang), Krauss responde, sin que le tiemble la mano, a la pregunta ¿cómo pudo surgir el universo de la nada?, y deja claro, por si hiciera falta, que si alguna vez, y dados los escasos medios de observación de los científicos, esa fue una pregunta abordada por teólogos y filósofos, hoy sólo pueden abordarla en serio los científicos. Que la respuesta asuste o sea devastadora, es ya otra cosa. La realidad no está ahí para que se adapte a  nuestras querencias y deseos.
Krauss demuestra también por qué estamos en los siglos de oro de la cosmología. Dentro de unos siglos, el Big Bang estará demasiado lejos, las galaxias estarán tan separadas unas de otras que se habrán perdido la pista, serán inalcanzables, por lo tanto hemos llegado en el momento justo para intuir las respuestas que buscábamos. Dice Dawkins en el postfacio que lo que dice el libro de Krauss es devastador. No lo veo así, supongo que porque no soy creyente y me da igual que la explosión se produjera por voluntad divina o por inestabilidad de una nada previa. Prefiero quedarme con la cantidad de poesía que va repartiéndose por todo el libro de Krauss: por ejemplo, esa idea de que cada uno de los átomos que nos forman procede de una estrella, y es muy probable que los átomos de la mano derecha procedan de una estrella distinta que los átomos de la mano izquierda. Es en sí misma suficientemente hermosa como para no necesitar una voluntad  sobrenatural. La regla metafísica según la cual "de la nada, nada se crea", recibe un directo a la mandíbula que la noquea en este brillantísimo libro. La materia que nos conforma fue creada al principio de los tiempos por procesos cuánticos y eso nos garantiza que volverá a desaparecer. La física es una carrera de doble dirección y los comienzos están ligados a los finales. Protones y neutrones se desintegrarán, la materia desaparecerá y el universo se acercará a un estado de simetría y simplicidad máximas. Los creyentes están en su derecho de llamar a eso Paraíso. Si les vale, brindo por ellos. A mí me vale así. A las invenciones del teólogo y el tartamudeo del filósofo, prefiero la imperturbable investigación de un científico como Lawrence M. Krauss.


el dispensador dice:
de todo vacío,
de todo espacio,
de cualquier abismo insondable,
surge la vida incansable,
vestida de luz y energías intocables,
transformándose de manera impensable,
haciendo posible,
que haya un "algo" potenciable...

no existe la nada,
aquello que parece inalcanzable,
finalmente se torna alcanzable,
mediante las voluntades,
y los esfuerzos dedicables,
para lo cual es necesario,
despojarse de las soberbias,
pero también de las vanidades,
esos orgullos que se caracterizan,
por hacer del hombre,
un ser indeseable...

elementos y magnetismos,
producen magias en sus infinitos,
aún cuando no se vea nada,
habrá un futuro creciendo, in situ,
y no será detectable,
hasta tener entidad,
existir por sí mismo,
de allí la importancia del VERBO,
un motor que se pronuncia a sí mismo,
haciendo que en toda nada,
pueda hallarse algo distinto.
JULIO 11, 2013.-

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